El agrónomo Balvorín

por elpespir

 

Hace muchos, muchos años, vivió en el pueblo de Mar del Plata un ingeniero agrónomo llamado Balvorín. Ocupaba una cabaña de piedras a doce kilómetros de la capital, junto a sus dos hijas, Yani y Capdevila. Su esposa había muerto durante la última epidemia de fiebre amarilla y Balvorín debió refugiarse en el laboratorio para olvidar.

Yani era una graciosa niña de ocho años. Capdevila, la mayor, se acercaba a los quince y ya en ella se desarrollaban las marcas que el hombre suele atribuir a la belleza.

Producto de un tormento similar el pespir acorrala a su presa, hace la dicha de ésta y asegura a la especie su vigencia en la total redondez del planeta.

Pero en el destino del hombre feliz la piedra de la desgracia se alzaba monolítica frente a él. Si no podía esquivarla, al menos con los escombros construiría una vida nueva. Se recluyó en su laboratorio y halló en el trabajo una pasión semejante a la del amor.

Los girasoles miraron al sol como cada mañana. El más viejo despertó a los otros, pero al ver que Balvorín no estaba, subió corriendo a su habitación. El agrónomo dormido entró al laboratorio arrastrado por el girasol. Sobre la mesa de disección el nuevo injerto empezaba a florecer y las plantas festejaron dando confusos alaridos.

Cuidaron del injerto con las raciones de agua y luz que necesitaba. Los días se sucedieron con pareja indiferencia y al cabo de tres semanas un fruto hizo su aparición. El agrónomo lo arrancó del tallo: era un cítrico azul, que cuando se lo apretaba, salía pepsi. Sirvió en un vaso y convidó a las niñas y a los girasoles.

Pronto en los campos aledaños se difundió el experimento. Era habitual descubrir en los árboles campesinos trepados, que a la sombra de sus ramas, no sabían cómo hacer para bajar.

Flora de selva negra, 1998.